Mi segundo tomo

Y entonces ocurrió algo que lo cambió todo. Tenía 19 años. Un fin de semana, en un festival de música cualquiera, tras dos días probando un poco de todo, tuve la peor experiencia de mi vida. El calor, un sol intenso... no me dejaban dormir. Mi cabeza daba muchas vueltas. Decidí probar suerte fumando un porro. No... el hachis no es es inocuo. Fue el ingrediente que faltaba en ese cóctel. De pronto mi percepción cambió. El calor era abrasador. El ambiente hostil. El sonido atronador. Necesitaba escapar de allí, pero estaba a 300km de casa. Desperté a R, y accedió a que recogiéramos y nos fuéramos. Por el camino sentía que me estaba muriendo. El corazón no podía latir más rápido. Sudaba y temblaba. La cabeza había alcanzado una frecuencia de pensamientos que nunca había experimentado. Me río yo de las ondas Beta. Temía por todo. La vida se me estaba escapando de las manos. ¿O sería la cordura? Sí, era eso. Temía por mi cordura. "En cualquier momento igual te pido que me lleves a un Hospital" le decía. Habría sido lo más inteligente. Lástima que perdiera la inteligencia a medida que consumía mi infancia. Llegué a casa y me acosté. Tuve una resaca de una semana y continué mi vida con normalidad.

Pero algo no iba bien. Los días se sucedían, y yo actuaba como siempre. De pronto los porros dejaron de sentarme bien. Me agobiaba, me sofocaba... Y cuando salía no estaba cómodo. Me ponía literalmente malo. "Qué extraño" pensaba, "al llegar a casa se me pasa".

No di mucha importancia a esos fallos en el sistema. "Ya se pasarán por sí solos" me decí a mí mismo. Un día un tío mío vino a casa. Es médico, así que le expliqué que me ocurrían cosas extrañas. Me dijo que podrían hacerme pruebas; podía ser cualquier cosa. Pero no debía descartar que fuera algo psicológico. Aquélla fue la primera vez que esa posibilidad cogía forma. Pero yo no estaba todavía preparado para salir del armario. De hecho ni estaba seguro de si era eso o no. No quería creerlo.

Poco después, mientras estaba en la academia de matemáticas preparándome la convocatoria de septiembre, volvió a suceder. Mientras sostenía el lápiz sentí como si de pronto me agitaran violentamente el cerebro. Al momento, saltaron las alarmas. Miré a mi alrededor; el profesor estaba explicando ferozmente los ejercicios al resto de alumnos. No me preocupaba nada de lo que estuvieran hablando. Ni ellos. En mi mente, una y otra vez, se repetían estos pensamientos: ¿Qué me está pasando? Me encuentro mal. Quiero salir de aquí. Salí un momento al baño a mojarme y a tranquilizarme. Alcé mi cabeza y vi mi cara reflejada en el espejo. Ésa es la cara quien pierde la cordura. No podía seguir ahí, de modo entre sudores, expresión de pánico y temblores, entré de nuevo al aula, recogí impacientemente mis cosas, y me fui para casa. Por el camino, a penas 300 metros, sólo pensaba en llegar. Toda esa gente con la que me cruzaba me estaba viendo. Dentro de mí quería explotar y pedir auxilio. Pero de nuevo, al igual que aquella primera vez, la gente resultaba hostil. Ya al llegar a casa sólo tuve fuerzas de echarme al sofá a llorar histéricamente. Esta vez sí, vas a perder la cabeza y jamás lo superarás. Ese pensamiento recurrente acentuaba todavía más aquel estado. El desasosiego era completo. El surtido de síntomas físicos absoluto: temblor, calor, sudor, falta de aire, palpitaciones, mareo.... Entonces llegaron mis padres. En mitad de mi histeria, lloros y frases de dolor, sólo alcancé a decirles entre sollozos: "ayudadme... no sé qué me pasa pero es psicológico. Por favor ayudadme...". Urgentemente llamaron a mi tío. Entre tanto, tras la tempestad vino la calma. Para entonces ya tenía hora para el día siguiente con el psiquiatra de la clínica de mi tío. Fue un pequeño resquicio al que agarrarme. Pero la calma que vino tras la tempestad no era apacible. Era incluso peor. Fue como un gran tsunami que con todo arrasa. ¿Qué clase de paz puede haber tras un devastador tsunami que acaba de arrasar con todo?

Aquél fue el día que "salí del armario". Y no me sentía nada bien. No tenía hambre. No tenía fuerzas para nada. Me asustaba alejarme de casa por si volvía a pasarme. Me preocupaba absolutamente todo y cualquier cosa podría suponer una amenaza. A duras penas conseguí dormir. Sentía una extraña tensión fría en los gemelos. Esa tensión muy pronto se convertiría en un claro indicador de mi situación.

Y amanecí. Todo era absolutamente gris y desmotivador. Sentía que, en cuestión de horas, el resto de mi vida acababa de pegar un brusco giro que jamás podría corregir. ¿Qué podía esperar ya de nada, si cualquier situación, por inofensiva que fuera, me asustaba? Llegamos al médico. Era un señor grande, barbudo. Siempre me ha recordado a Rajoy. Nos recibió tanto a mí como a mis padres, a quiénes, tras una primera toma de contacto, pidió que nos dejaran a solas. Estuvimos hablando cerca de media hora, y entonces mis padres volvieron. El diagnóstico parecía estar claro: Ansiedad. Qué bien me sonaron esas palabras. "¿Ansiedad? Eso suena a algo muy frecuente. Seguro que es fácil de tratar" pensé. Y lo que me había ocurrido tenía un nombre: Ataque de pánico. Inicialmente nos veríamos una vez por semana, y entre tanto, iba a tomar 10mg de paroxetina al día. Y orfidal por si tenía algún otro mal momento. "El cerebro es como un músculo. Cuando le falta algo, debemos aportárselo, y el tuyo ahora necesita serotonina, que es un neurotransmisor". Acababa de convertirme en un creyente. Creyente de aquel hombre. Necesitaba tener fe absoluta en cuanto me decía. Y así hice.

Durante los siguientes días, no me atrevía a salir de casa. ¿He llegado a decir que poco antes de mi segundo ataque de pánico lo dejé con B? La quería demasiado, y lo pasaba terriblemente mal por eso. Ella era mi vida, era todo para mí, y nunca había un plan mejor que estar con ella. Pero, si bien ella también me quería, esa necesidad tan intensa no era compartida. Tras mucho pasarlo mal, lo dejamos. Fue lo mejor, sin duda. Quizás eso condicionara también el segundo ataque de ansiedad, pero lo dudo. El caso es que no hay mal que por bien no venga, y gracias a mis nuevos problemas, la ruptura pasó automáticamente a un segundo plano. Y poco a poco las buenas noticias se fueron sucediendo: empecé a salir de casa, volví a pasar tiempo con mis amigos, empecé unos nuevos estudios, aprobé el práctico de conducir. Y durante un año, en el que hubo momentos muy malos, las cosas mejoraron enormemente. Ya estaba curado, o al menos casi. Era hora de seguir mi vida por donde la dejé. Y entonces cometí el peor error de mi vida...

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