¡Qué grande eres C!

C es mi pequeña sobrina. Sólo hace 8 meses que está con nosotros. ¡Pero cuánta alegría cabe en una cosa tan pequeña! Tras decir esto voy a tener que ir a vomitar un arcoiris, pero es que su sonrisa, tan sincera, te llega a lo más dentro de ti, y te llena de energía. Es terapéutica. Sus gritos/voces/cánticos son mágicos. Y sus despertares tiene un poder: comienza moviéndose en la cuna, y a continuación dice algunas palabras en su idioma mientras hace ruidos muy discretamente. Ella te ve, pero tú todavía no la has mirado. No quieres hacerlo, porque en cuanto lo hagas, ella sabrá que la has visto y comenzará a llorar para demandar tu atención. Pero no importa lo que tú quieras. No importa que te propongas no mirarla. Sus ruiditos son un imán para tus ojos. Ése es su poder: el poder de la atención.

Esta niña ha venido y está trastocándome todo. ¡Con lo a gusto que se está siendo un pesimista! Pero ella consigue dar un giro por completo a mi vida. Tengo ilusión por verla feliz. Y por verla crecer. Y ojalá consiga que algún día, cuando ella sea más mayor, se alegre al verme. Se me saltan las lágrimas de pensarlo.

Eres mi ahijada. Te quiero mucho.

Feo

Feo. Así me veo. Es extraño. No me tengo manía, de hecho me llevo bastante bien conmigo mismo. Tanto que a veces pienso que sería genial tener un amigo como yo. Claro, que más genial y enriquecedor es tener amigos que no son como yo, pero de eso escribiré otro día.

Existe un concepto en robótica acuñado como Valle Inquietante. Viene a decir que aquellos robots que tienen un aspecto y un comportamiento casi humano, despiertan en las personas una profunda sensación de desagrado y aversión. Pues yo creo que no sólo ocurre con robots, sino también con formas de vida: en concreto con seres humanos, como el caso de Huang Chincai, el hombre elefante chino (Ver imágenes -- Son fuertes). Al ver a un ser humano deformado hasta el punto en que sigues identificándolo como humano, pero no-del-todo, produce una extraña sensación poco agradable, equivalente a la del Valle Inquietante.

¿Por qué, entonces, al verme me despierto ese mismo efecto? Observo mis fotos y no puedo evitar pensar "tío... eres feo. Muy muy feo. Rozas lo ofensivo". Objetivamente, creo que soy normal. Estatura media, constitución media, pelo color pelo y ojos color ojos. Sé que no soy guapo ni atractivo. Y chicas real y objetivamente preciosas se han interesado por mí. Como si se tratara de la Bella y la Bestia. Pero la Bestia tiene su encanto; es alto, fuerte, tiene el pelo bonito. Más bien soy el Jorobado de Notre Dame. Me veo como la demostración empírica de que las mujeres valoran menos el físico.

¿Pero por qué tengo que verme así?

Mi segundo tomo

Y entonces ocurrió algo que lo cambió todo. Tenía 19 años. Un fin de semana, en un festival de música cualquiera, tras dos días probando un poco de todo, tuve la peor experiencia de mi vida. El calor, un sol intenso... no me dejaban dormir. Mi cabeza daba muchas vueltas. Decidí probar suerte fumando un porro. No... el hachis no es es inocuo. Fue el ingrediente que faltaba en ese cóctel. De pronto mi percepción cambió. El calor era abrasador. El ambiente hostil. El sonido atronador. Necesitaba escapar de allí, pero estaba a 300km de casa. Desperté a R, y accedió a que recogiéramos y nos fuéramos. Por el camino sentía que me estaba muriendo. El corazón no podía latir más rápido. Sudaba y temblaba. La cabeza había alcanzado una frecuencia de pensamientos que nunca había experimentado. Me río yo de las ondas Beta. Temía por todo. La vida se me estaba escapando de las manos. ¿O sería la cordura? Sí, era eso. Temía por mi cordura. "En cualquier momento igual te pido que me lleves a un Hospital" le decía. Habría sido lo más inteligente. Lástima que perdiera la inteligencia a medida que consumía mi infancia. Llegué a casa y me acosté. Tuve una resaca de una semana y continué mi vida con normalidad.

Pero algo no iba bien. Los días se sucedían, y yo actuaba como siempre. De pronto los porros dejaron de sentarme bien. Me agobiaba, me sofocaba... Y cuando salía no estaba cómodo. Me ponía literalmente malo. "Qué extraño" pensaba, "al llegar a casa se me pasa".

No di mucha importancia a esos fallos en el sistema. "Ya se pasarán por sí solos" me decí a mí mismo. Un día un tío mío vino a casa. Es médico, así que le expliqué que me ocurrían cosas extrañas. Me dijo que podrían hacerme pruebas; podía ser cualquier cosa. Pero no debía descartar que fuera algo psicológico. Aquélla fue la primera vez que esa posibilidad cogía forma. Pero yo no estaba todavía preparado para salir del armario. De hecho ni estaba seguro de si era eso o no. No quería creerlo.

Poco después, mientras estaba en la academia de matemáticas preparándome la convocatoria de septiembre, volvió a suceder. Mientras sostenía el lápiz sentí como si de pronto me agitaran violentamente el cerebro. Al momento, saltaron las alarmas. Miré a mi alrededor; el profesor estaba explicando ferozmente los ejercicios al resto de alumnos. No me preocupaba nada de lo que estuvieran hablando. Ni ellos. En mi mente, una y otra vez, se repetían estos pensamientos: ¿Qué me está pasando? Me encuentro mal. Quiero salir de aquí. Salí un momento al baño a mojarme y a tranquilizarme. Alcé mi cabeza y vi mi cara reflejada en el espejo. Ésa es la cara quien pierde la cordura. No podía seguir ahí, de modo entre sudores, expresión de pánico y temblores, entré de nuevo al aula, recogí impacientemente mis cosas, y me fui para casa. Por el camino, a penas 300 metros, sólo pensaba en llegar. Toda esa gente con la que me cruzaba me estaba viendo. Dentro de mí quería explotar y pedir auxilio. Pero de nuevo, al igual que aquella primera vez, la gente resultaba hostil. Ya al llegar a casa sólo tuve fuerzas de echarme al sofá a llorar histéricamente. Esta vez sí, vas a perder la cabeza y jamás lo superarás. Ese pensamiento recurrente acentuaba todavía más aquel estado. El desasosiego era completo. El surtido de síntomas físicos absoluto: temblor, calor, sudor, falta de aire, palpitaciones, mareo.... Entonces llegaron mis padres. En mitad de mi histeria, lloros y frases de dolor, sólo alcancé a decirles entre sollozos: "ayudadme... no sé qué me pasa pero es psicológico. Por favor ayudadme...". Urgentemente llamaron a mi tío. Entre tanto, tras la tempestad vino la calma. Para entonces ya tenía hora para el día siguiente con el psiquiatra de la clínica de mi tío. Fue un pequeño resquicio al que agarrarme. Pero la calma que vino tras la tempestad no era apacible. Era incluso peor. Fue como un gran tsunami que con todo arrasa. ¿Qué clase de paz puede haber tras un devastador tsunami que acaba de arrasar con todo?

Aquél fue el día que "salí del armario". Y no me sentía nada bien. No tenía hambre. No tenía fuerzas para nada. Me asustaba alejarme de casa por si volvía a pasarme. Me preocupaba absolutamente todo y cualquier cosa podría suponer una amenaza. A duras penas conseguí dormir. Sentía una extraña tensión fría en los gemelos. Esa tensión muy pronto se convertiría en un claro indicador de mi situación.

Y amanecí. Todo era absolutamente gris y desmotivador. Sentía que, en cuestión de horas, el resto de mi vida acababa de pegar un brusco giro que jamás podría corregir. ¿Qué podía esperar ya de nada, si cualquier situación, por inofensiva que fuera, me asustaba? Llegamos al médico. Era un señor grande, barbudo. Siempre me ha recordado a Rajoy. Nos recibió tanto a mí como a mis padres, a quiénes, tras una primera toma de contacto, pidió que nos dejaran a solas. Estuvimos hablando cerca de media hora, y entonces mis padres volvieron. El diagnóstico parecía estar claro: Ansiedad. Qué bien me sonaron esas palabras. "¿Ansiedad? Eso suena a algo muy frecuente. Seguro que es fácil de tratar" pensé. Y lo que me había ocurrido tenía un nombre: Ataque de pánico. Inicialmente nos veríamos una vez por semana, y entre tanto, iba a tomar 10mg de paroxetina al día. Y orfidal por si tenía algún otro mal momento. "El cerebro es como un músculo. Cuando le falta algo, debemos aportárselo, y el tuyo ahora necesita serotonina, que es un neurotransmisor". Acababa de convertirme en un creyente. Creyente de aquel hombre. Necesitaba tener fe absoluta en cuanto me decía. Y así hice.

Durante los siguientes días, no me atrevía a salir de casa. ¿He llegado a decir que poco antes de mi segundo ataque de pánico lo dejé con B? La quería demasiado, y lo pasaba terriblemente mal por eso. Ella era mi vida, era todo para mí, y nunca había un plan mejor que estar con ella. Pero, si bien ella también me quería, esa necesidad tan intensa no era compartida. Tras mucho pasarlo mal, lo dejamos. Fue lo mejor, sin duda. Quizás eso condicionara también el segundo ataque de ansiedad, pero lo dudo. El caso es que no hay mal que por bien no venga, y gracias a mis nuevos problemas, la ruptura pasó automáticamente a un segundo plano. Y poco a poco las buenas noticias se fueron sucediendo: empecé a salir de casa, volví a pasar tiempo con mis amigos, empecé unos nuevos estudios, aprobé el práctico de conducir. Y durante un año, en el que hubo momentos muy malos, las cosas mejoraron enormemente. Ya estaba curado, o al menos casi. Era hora de seguir mi vida por donde la dejé. Y entonces cometí el peor error de mi vida...

Conociéndome a mí mismo

Siempre tuve una relación especial con el mar. Fui concebido junto a él. Y mi primer recuerdo es caminando por las playas de Cantabria. Fue una sensación extraña. Pareciera que en ese momento mi consciencia se despertara. O mejor dicho, se activara. Me vi a mí mismo, caminando sobre la arena, extrañado. Como cuando Neo en Matrix despierta en el mundo real, y todo le es nuevo, incluso sus sentidos. Le pedía a mi madre que me llevara en brazos; la tierra debía estar muy caliente. Pero el tiempo pasó, y la consciencia se apagó. Y la siguiente vez ya sí, despertó, poco a poco, día tras día.

Recuerdo que de niño era muy inteligente. En comparación, ahora soy una patata. Con menos de 5 años ya había llegado a la misma conclusión, errónea por otra parte, que Zenón de Elea, al considerar imposible el movimiento, con su paradoja de la tortuga y Aquiles. No es que fuera ningún genio: todos los niños lo son. Es nuestra sociedad la que va estirpándonos la creatividad de nuestras cabezas. Toda pregunta sólo tiene una respuesta correcta parece que nos quieren enseñar. Perdemos el pensamiento lateral. O al menos yo lo perdí. ¡Era genial ver el mundo con los ojos de un niño!

Pasaron los años y entré al colegio. Allí, gracias a A. B., comencé a interesarme por la naturaleza. Teníamos un selecto club al que para acceder había que superar una prueba que había programado con mi viejo ordenador. Lo que más me marcó de aquella etapa fue la sequía que asolaba la península. Las fotos del suelo resquebrajado donde antes había humedales se me quedaron grabadas en la retina. Fue entonces cuando comencé a amar a la lluvia, a observar el cielo, a conocer a las nubes, y a valorar el frío. El frío... ese amigo que cada año perdemos un poco más; los veranos se alargan y los inviernos se acortan. Por entonces no se le llamaba cambio climático, sino calentamiento global. El calor y el sol son aburridos. El frío es acogedor. La niebla es cálida. Y la nieve el mejor regalo de cumpleaños. El año pasado recibí una llamada el día de mi cumpleaños. Era mi hermana: "¡Asómate a la ventana y verás mi regalo de cumpleaños!". ¡Estaba nevando! Pero sigo contando mi historia...

Unos años después entré al instituto. Dicen que es la etapa en la que uno se define a sí mismo. Quizás sea así, pero por fuera. El cómo soy por dentro, en esencia, lo definió mi infancia. Sí, el instituto definió mis gustos musicales, mi afición por la guitarra, mis ideas políticas, mi estética y mis pintas, o mis creencias. Todo bastante superficial si lo comparamos con algo tan nuestro como lo que nos asusta o lo que nos alegra, nuestro caracter, la timidez, nuestra reacción ante un imprevisto, o lo que nos hace llorar.

Y mi primera novia. Ya la conocía de antes, pero fue entonces cuando comenzamos. Pude experimentar toda la crudeza de estar enamorado, del amor correspondido. Todo era genial. Era algo indescriptible. Tenía tanto amor hacia ella dentro de mí que me dolía. Pero aquella relación estuvo contaminada desde el mismo día que empezó. Hay un dato que he pasado por alto sobre mi etapa por el instituto: las drogas. Comencé a fumar y a beber a los 14 años. Desde entonces, todos los fines de semana me iba de botellón. A los 15 los porros se convirtieron en un amigo más del grupo. Y a los 16 y a los 17 se nos fueron sumando otros cuantos "colegas", que sólo se apuntaban a fiestas memorables. El día que comenzó la historia entre B y yo, había alguien más con nosotros: La coca.

Pasado un tiempo, B y yo seguíamos juntos. A veces quedábamos con esos "colegas" de fiestas. Nos lo pasábamos genial todos juntos, hasta que un día la cosa cambió. Aquel momento supuso una segunda etapa en mi vida. Un punto y aparte. No, fue mucho más que eso. Un nuevo episodio. Un nuevo libro. Una nueva historia.

Presentación (o no)

Hoy comienzo este blog.

No es el primero. Y probablemente tampoco sea el último. Pero éste tendrá algo en especial: será un rincón anónimo e íntimo. No, esta vez no le diré a nadie nada sobre esto. Precisamente hace un rato escribí en la página de alguna otra persona que qué irónico resulta, que a menudo es más fácil abrirnos ante un desconocido que ante quien mejor nos conoce. Pues de eso trata esto. No es mi objetivo llegar a nadie; ni escribo tan bien, ni mi vida es tan interesante, ni mis problemas más grandes. Pero si algún día, a alguna persona, le sirve para experimentar cualquier sensación, ya habré considerado un éxito mi experimento. Una especie de diario sobre el que vomitar todas esas salvajadas que no me atrevo a contar a nadie.

¡Comencemos!